
A Estela le diagnosticaron cancer de cólon seis meses antes de Nochebuena. Para esa fecha de diciembre tenía tres tumores localizados y varios más desparramos por el cuerpo. Tuvo la dicha (¿se podrá llamar así?) de que su cabeza siempre estuvo lúcida, entendió en todo momento lo que le estaba pasando, tanto a ella como a sus familiares. Acaso eso fue el detonante.
Siempre le tuvo miedo a la muerte y después de que sus padres fallecieran, de cancer también, se empecinó por mantener unida a la familia. Soportar sola las enfermedades de sus progenitores, la había marcado y dolido. Se juró mantener unida a la familia, sin importar que problema haya.
Le detectaron la infección tarde y para ese entonces el tumor no era operable, ni siquiera la quimio más potente podía ayudarla. El efecto expansivo de esa noticia la descompuso, la alteró de tal manera que la dejó diez días internada por una infección pulmonar. Ya sus sesenta años no eran los justos para que la mantengan de pie ante cualquier dificultad.
Estela disfrutaba siempre de las reuniones familiares y de las visitas que le hacía a sus amigos. Cada semana, un asado, un cumpleaños o simplemente una reunión ocasional le completaba la agenda y esa actividad social la hacía feliz. El último domingo de junio, tal vez el más otoñal del año, una ronda de mate con su marido la llenaba de placer, extrañamente no hubo visita inesperada ni asado programado, y para mantener la línea decidió quedarse a solas con su marido todo el día y salir a caminar por la plaza de la ciudad. Los árboles habían llenado de hojas secas y crocantes el parque y el sol se cubrió de nubes para atenuar sus potentes rayos y así dejar que un abrigo y los abrazos de su marido le den el calor necesario para que no tenga frío.
Buscaron un banco sin sombra y se sentaron a charlar. Fue una salida tan fuera de lo común que parecían dos extraños. La noche llegó y con ella el tiempo de volver a casa, Estela se sentía cansada y un raro cosquilleo le corrió por la espalda. Ya era tarde, la charla duró su buen tiempo y Estela preparó la comida rápido. Ni bien se sentó a cenar otro cosquilleo (más fuerte que el anterior) la volvió a recorrer, esta vez, por todo su cuerpo. Estela se desmayó.
Se despertó en el hospital, escuchó la gravedad de su enfermedad. Se volvió a descomponer. Tuvo un paro que la dejó quince días en terapia.
Los meses pasaron, la recuperación tardaba en llegar y Estela se desesperaba por dentro cada vez más. Faltaban pocos días para Navidad y quería definirse, no aceptaba la idea de pasar las fiestas en cama y menos aún ver todos los días a sus familiares saludandola como si estuvieran en un velatorio. Llamó a su marido y le pidió que para esa noche citara a sus hijos, hermanos y amigos intimos.
Antes de la última campana de la iglesia toda la gente estaba reunida. Caras de incertidumbre, mucho miedo y sobre todo sorpresa pintaban la habitación de un color amargo. Estela ordenó que la sentaran en la cama (no tenía ni siquiera fuerzas para quedarse en un sillón), miró, examinó cada rostro. Imágenes y recuerdos de cada presente la abordaban como una ola gigante. Siguió examinando y por último llegó a su marido. Con ojos vidriosos y tomandole la mano, fijó su vista en él y dijo: "No quiero vivir más asi, es tarde, estoy triste y llena de recuerdos. Basta de esto, es mucho dolor, por todos lados. Los amo a todos. Mañana no me quiero despertar".
Un viento fuerte soplaba el día 21 a la mañana, todas las hojas crocantes chocaban contra la casa. Parecía que los árboles la querían saludar. Un fila de trajes negros llevaban un féretro. Más hojas caían y el sol se dejó tapar por una enorme nube. Era 21 a la mañana y Estela recordó aquella tarde de otoño.
Siempre le tuvo miedo a la muerte y después de que sus padres fallecieran, de cancer también, se empecinó por mantener unida a la familia. Soportar sola las enfermedades de sus progenitores, la había marcado y dolido. Se juró mantener unida a la familia, sin importar que problema haya.
Le detectaron la infección tarde y para ese entonces el tumor no era operable, ni siquiera la quimio más potente podía ayudarla. El efecto expansivo de esa noticia la descompuso, la alteró de tal manera que la dejó diez días internada por una infección pulmonar. Ya sus sesenta años no eran los justos para que la mantengan de pie ante cualquier dificultad.
Estela disfrutaba siempre de las reuniones familiares y de las visitas que le hacía a sus amigos. Cada semana, un asado, un cumpleaños o simplemente una reunión ocasional le completaba la agenda y esa actividad social la hacía feliz. El último domingo de junio, tal vez el más otoñal del año, una ronda de mate con su marido la llenaba de placer, extrañamente no hubo visita inesperada ni asado programado, y para mantener la línea decidió quedarse a solas con su marido todo el día y salir a caminar por la plaza de la ciudad. Los árboles habían llenado de hojas secas y crocantes el parque y el sol se cubrió de nubes para atenuar sus potentes rayos y así dejar que un abrigo y los abrazos de su marido le den el calor necesario para que no tenga frío.
Buscaron un banco sin sombra y se sentaron a charlar. Fue una salida tan fuera de lo común que parecían dos extraños. La noche llegó y con ella el tiempo de volver a casa, Estela se sentía cansada y un raro cosquilleo le corrió por la espalda. Ya era tarde, la charla duró su buen tiempo y Estela preparó la comida rápido. Ni bien se sentó a cenar otro cosquilleo (más fuerte que el anterior) la volvió a recorrer, esta vez, por todo su cuerpo. Estela se desmayó.
Se despertó en el hospital, escuchó la gravedad de su enfermedad. Se volvió a descomponer. Tuvo un paro que la dejó quince días en terapia.
Los meses pasaron, la recuperación tardaba en llegar y Estela se desesperaba por dentro cada vez más. Faltaban pocos días para Navidad y quería definirse, no aceptaba la idea de pasar las fiestas en cama y menos aún ver todos los días a sus familiares saludandola como si estuvieran en un velatorio. Llamó a su marido y le pidió que para esa noche citara a sus hijos, hermanos y amigos intimos.
Antes de la última campana de la iglesia toda la gente estaba reunida. Caras de incertidumbre, mucho miedo y sobre todo sorpresa pintaban la habitación de un color amargo. Estela ordenó que la sentaran en la cama (no tenía ni siquiera fuerzas para quedarse en un sillón), miró, examinó cada rostro. Imágenes y recuerdos de cada presente la abordaban como una ola gigante. Siguió examinando y por último llegó a su marido. Con ojos vidriosos y tomandole la mano, fijó su vista en él y dijo: "No quiero vivir más asi, es tarde, estoy triste y llena de recuerdos. Basta de esto, es mucho dolor, por todos lados. Los amo a todos. Mañana no me quiero despertar".
Un viento fuerte soplaba el día 21 a la mañana, todas las hojas crocantes chocaban contra la casa. Parecía que los árboles la querían saludar. Un fila de trajes negros llevaban un féretro. Más hojas caían y el sol se dejó tapar por una enorme nube. Era 21 a la mañana y Estela recordó aquella tarde de otoño.
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