12.3.10

¡Toma gaucho!

El murmullo que hacen las piedras cuando son aplastadas por la goma de un auto fue lo que me hizo recordar aquella tarde. Vino a mi mente como un haz de luz entra por el pequeño orificio de puerta de madera, así, casi sin querer, dándole claridad a un ambiente, vislumbré aquel recuerdo como un bálsamo de alegría y nostalgia. Había pasado mucho tiempo.
Eran esas tardes de pleno otoño en el final del verano. La estación que prepara los árboles para su afeitada final, en invierno, irrumpía a su par para recordarle que en pocos días sería su arribo y el estival se tendría que ir. Y a mí me recordó que desde su última llegada yo no me había dado ese descanso que me exigía por vivir en una ciudad consumidora de personas y liquidadora de esperanzas. Entre otoño y primavera realizaba viajes a pueblos o parajes, con el afán de descargar todas mis energías en esos lugares donde hacía años, la energía había desaparecido o disminuido, producto de su abandono y olvido. Ver como es vivir tranquilo. O sin energías.
Así fue que ese último otoño viajé a Uribelarrea, un pueblito a no más de 100 kilómetros de Buenos Aires. Llegué con mi cámara de fotos y tarde -en general, cuando viajaba, lo hacía desde tempranas horas de la mañana para poder aprovechar bien el día-, no tenía intensiones de quedarme mucho tiempo, ya que el mapa me mostraba que el lugar era muy pequeño y la nula información en internet me daba el indicio de que mucho para hacer no habría. El pueblo tiene una entrada tan larga y rara que da la sensación de que no te quiere como visitante.

El camino, desde el pequeño y tronchado cartel de bienvenida, hasta el diminuto poblado es lento y aburrido. Ni un árbol o alguna señal de "Despensa Los Aromos, desde 1908. Visítenos", "Fuerte Histórico. Ruinas."... nada. Dudé en pegar la vuelta, pero el calor y el hambre ya estaban notándose y así fue que comencé a recorrer Uribe larrea (así, separado, porque si lo decía todo junto, me trababa).
No había ninguna despensa histórica. Tampoco algún restaurante. Apenas un almacén para comprar fiambres y alguna bebida. Almorcé en la típica plaza, mirando la iglesia y buscándole algún ángulo interesante para poder fotografiarla, porque hasta la iglesia era aburrida. Caminé mucho, pero no encontraba nada. Sólo me cruzé con dos personas en el tiempo que llevaba ahí, parecía un pueblo fantasma.
Busqué algún árbol frondoso para echarme a dormir una siesta. Creía que sería lo mejor, dado que el mediodía y su imponente siesta, habían dejado al poblado carente de vida humana. A pocas cuadras de la plaza, cerca de un descampado -o mejor dicho, un descampado cerca de un pueblo- encontré varios árboles que por unas horas albergaron mi descanso.
Me desperté bruscamente, mi cachete y mi ojo izquierdo ardían, escuchaba muchas voces, pero al tener la vista borrosa de un solo ojo y encima estar todavía dormido, no entendía nada. Me levanté como pude. Mi vista se empezaba a acomodar y mi cachete a deshinchar. Sobre el descampado sucedía lo que menos pude imaginar en un lugar tan vano y apagado. Un grupo de pibes y algún que otro grandulón estaban disputando un partido de fútbol con toda la energía que podía tener un potrero de Buenos Aires. Un equipo de Cañuelas (pueblo más grande, a sólo 10 km de Uribe) se enfrentaba a un combinado local, en los típicos mano a mano de los equipos de barrio.
El ardor en mi cara fue por culpa de un bombazo de una pelota que el 7 del equipo de Cañuelas me propinó, cuando en el afán de clavarla en el ángulo, un pozo hizo que la pelota pique mal y el tiro salió paralelo a la cancha para estrellarse en mi jeta. Llegaron las disculpas pertinentes del wing y de sus compañeros. Iba a dar por superado el tema (tampoco era para tanto) cuando rápidamente me di cuenta que el equipo de mi agresor tenía 10 jugadores. ¡Eran 11 contra 10!. Dije que si podía jugar aceptaría la disculpa. Se miraron entre sí y sobre todo me miraron los de Uribe. Quienes me examinaron de punta a punta, tratando de descifrar si este forastero tenía pinta de buen jugador o no. Luego de algunas vacilaciones el sí se hizo eco en el descampado, me saqué la campera, me arremangué el jean y me fui a jugar.
Me pusieron de 11, y me alcanzó con ver dos jugadas para darme cuenta que el 7 no tuvo mala suerte en el pique, sino que realmente era un canto rodado. Tiró dos pases... un pegó en el palo y el otro fue a parar al mismo árbol, que minutos atrás me tuvo de huésped. Cuando entré faltaban 30 minutos y el partido estaba 2 a 2. Los de Uribe eran buenos, mis efímeros compañeros, también, pero brutos. Traté de jugar al toque y descargando. No sea cosa que me ligara un porteño comilón. Pateé al arco recién a 5 minutos del final. Un tiro bajo que el arquero detuvo sin problemas. El partido seguía igual y de haber empate, había penales. En la última jugada hubo córner para Uribe. El 7 y yo, por orden del capitán, nos quedamos arriba. El cabezazo fue al ángulo, pero no se como el arquero la tocó. La pelota pegó en el palo y el rebote le cayó a uno nuestro que, apretando los dientes y cerrando los ojos le dio flor de puntinazo. Arriba estábamos nosotros junto a un defensor de ellos. La pelota por obra y gracia del azar le cayó al 7. Empezó a encarar al defensa, pero en vez de acercarse a mí se abría cada vez más. Yo gritaba y hasta esbocé un pequeño insulto. Antes de que el defensor lo cruce este criollo me mira y grita "¡tomá gaucho!" y lanza un tremendo misil tierra-aire, un pase para algún ñato que estuviera tomando mate en la plaza o durmiendo una siesta como yo, un intento de juego asociado que me dejó por unos segundos pasmado mirando la nada. La pelota voló alto, muy alto, corrí con la esperanza de llegar. Como la pelota era medio globo, hizo una parábola en el aire y de repente bajó de un hondazo. Cayó a unos metros mio y llegué con lo justo. La paré, estaba muy cerca del córner pero sólo se interponía ante mi objetivo el arquero. A lo lejos veía la horda de defensores contrarios correr hacía mi, intentando evitar la catástrofe. Avancé raudamente horizontal al arco, no tenía ángulo y el arquero me tapaba bien el palo. Levanté la mirada y lo vi al 7 correr hacía el arco, paré la pelota y le grité "¡tomá gaucho!". El centro le cayó redondito en la frente, y este wing bruto, clavó un testazo furioso, de pique al suelo, que se metió en el ángulo haciendo estéril el salto del guardameta rival.
Fue victoria y alegría pura. Unos mates siguieron luego, entre cargadas a los derrotados y chanzas entre los victoriosos. Yo me volví a mi destino, relatando en mi regreso el partido, que gracias a un pelotazo, me dio esa energía que el otoño me brindaba y la urbe me había quitado.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buena pichon de Sacheri!
Me gustó mucho, ademas tus relatos tiene una buena forma de atrapar al lector. Siga siga!

Te felicito.

Mauri